Con este post concluyo la trilogía para hablar mejor en público (y en privado). Y no mola sólo porque sea una trilogía, sino porque hemos aprendido con los mejores a construir adecuadamente nuestros mensajes, a no meter la pata en exceso y a tocar los distintos resortes que nos otorgarán el superpoder de la convicción.
El filósofo del lenguaje Paul Grice nos chivó las cuatro máximas que debemos seguir para que la comunicación vaya como la seda. Después, Aristóteles, que le daba a todo, nos reveló su triángulo mágico de la persuasión. Hoy veremos que el éxito comunicativo se apoya en un elemento que va más allá del propio discurso: tú.
Sí, sí… Tú. No te escaquees.
Esto ya lo veníamos anticipando en los capítulos anteriores. Puedes tener el mejor discurso del mundo en tus papeles, pero si no eres capaz de transmitirlo con algo más que simples, llanas y monótonas palabras… no valdrá nada. Aquí te dejo lo que aprendí estudiando retórica y oratoria, pero también todo lo que experimenté como facilitadora de diálogos (sí, eso existe, no me lo estoy inventando).
Hoy vas a subirte al escenario para hablar en público y a brillar como una maldita estrella de Broadway. ¡Se abre el telón!
Hazte ver: Aprópiate del espacio
Ahí estás tú, con toda esa gente frente a ti, mirándote. Quizá te apetece esconderte un poco: sentarte tras una mesa o parapetarte tras un atril. Es tarde para huir, ya te has metido en el marrón así que, sólo tienes una opción: hacerlo bien. Levanta el culo de ahí y aprópiate del espacio.
¿Qué quiere decir esto?
Que no puedes desaparecer de la escena como un mueble más. Tu presencia debe ser tu primer punto estratégico para captar la atención. Y no hablo de ir con traje ni con un peinado indestructible, hablo de ocupar el espacio con propiedad; de hacer notar que estás ahí y que tienes algo importante que decir.
Si hay algo que llama poderosamente la atención del cerebro humano es el movimiento (cosas de la supervivencia). Utiliza de forma inteligente cada tipo de estancia.
No te quedes inmóvil, evita sentarte si puedes, camina por el espacio del que dispones, muévete para que te sigan con los ojos, ve de un lado al otro del público y evita los puntos ciegos, adopta una postura abierta y erguida. Transmite presencia, no te empequeñezcas y protagoniza tu propio discurso. ¡Saca las manos de los bolsillos y empieza a moverlas!
Gesticula, acompaña tus palabras con tu cuerpo: es un instrumento más de comunicación (uno muy bueno, por cierto). Cada vez que haces un movimiento vehemente con los brazos, la cabeza o el cuerpo entero, das a los cerebros de tus oyentes un motivo para seguir centrándose en ti.
Tampoco te pases o quizá alguien llame a urgencias por posible ataque epiléptico.
¿Sabes lo difícil que es captar la atención de un aula llena de niñ@s de 12 años? Mucho más que cuando te diriges a adultos teóricamente interesados en lo que vas a decir. En mi experiencia, cuando me quedaba quieta en la zona del profe, tenía muchos más problemas para conseguir que estuviesen conmigo que cuando me paseaba constantemente a la vez que iba hablando y dirigiéndome alternativamente a ell@s; quedándome detrás, en un lateral, volviendo adelante…
Otra ventaja de esto es que si les descolocas con respecto a lo que es habitual, no se acomodarán tanto y su atención no decaerá con la misma facilidad. Los adultos son iguales, pero con teléfono móvil.
Hazte oír: Proyecta, dirige y modula la voz.
¿Te suena Demóstenes? Uno de los mejores oradores de La Historia. Dicen de él que era tartamudo y esto, como comprenderás, no ayuda mucho para hablar en público. Sin embargo, se entrenaba más que Rocky antes de un combate con el The Eye of the Tiger a todo trapo. Hablaba frente al mar embravecido, alzando su voz sobre el estruendo de las olas; hablaba con piedras en la boca y recitaba versos mientras corría. ¿Por qué?
Conocía el poder de la voz. Era un amplificador estéreo Hi-Fi con piernas.
Por mucho que te esmeres en hablarle sólo el cuello de tu camisa, él nunca te comprenderá. Levanta la cabeza, sácala de entre tus notas y háblale a la gente: proyecta la voz hacia ellos. Imprime volumen sin gritar: si tienen que esforzarse por oírte acabarán cansándose. ¡Vocaliza, por dios!
Tu aparato fonador doblemente articulado es único entre todas las especies: aprovéchalo. Modula la voz, no dejes que suena monótona y sin emoción. No pongas a prueba su interés por la materia tan duramente, pónselo fácil y ayúdales a quedarse contigo. Entona, da fuerza expresiva a lo que dices: no dejes que muera en un susurro plano e inexpresivo.
Cuando creas subidas y bajadas en la entonación, trabajas también con las emociones e imprimes un poco de ese pathos mágico del que hablaba Aristóteles. Un orador/a desapasionado, transmitirá esa falta de chicha a su discurso.
Engánchales: ¡tira la caña!
Tú no vas a soltar un rollo y a desentenderte de él: vas a comunicar un mensaje. El auditorio manda y, en función de cómo reaccione, deberás cambiar tu estrategia o seguir en la misma línea. Dales la oportunidad de ser sujetos activos de lo que está sucediendo: pregúntales, involúcrales, atráeles hacia ti.
Deja un cierto margen para la improvisación.
Si haces al público participar, estás generando un estado de alerta y, por otra parte, haces que el discurso se adapte a sus necesidades. Se acabaron las clases magistrales: tú eres la persona experta, de acuerdo, nadie va a quitarte eso. Pero saber los conocimientos u opiniones en los que se basan tus oyentes, te ayuda a abordar sus posibles lagunas o errores más eficazmente.
Recuerda que son como pantallas en blanco: sólo tienes que mirarles atentamente para ver reflejado lo que tú estás proyectando. Crea rupturas planificadas en el discurso que impliquen algo sorprendente. Obliga a la gente a hacer cosas: pídeles que se levanten, prívales de algún sentido, haz que interactúen entre sí en algún momento… En otras palabras, dales un respiro de vez en cuando.
Por lo que a ti respecta, exprésate también con el rostro, que no parezca que te has inyectado botox: sonríe, frunce el ceño, imprime una emoción que acompañe apropiadamente a tus palabras… No hace falta que ganes el Óscar, pero sí que hagas creíble lo que estás diciendo o, al menos, entretenido.
Igual te da la vena orgullosa y, ajustándote el monóculo mientras le das un sorbo al té, piensas: “Yo derramo sabiduría e ilustración, no tengo por qué ponerme en plan showman. Eso me degrada”. Sin embargo, yo creo que no hay ninguna forma en la que añadir pathos a tu logos pueda desvirtuar tu discurso siempre y cuando lo hagas en la justa medida y no caigas de rodillas en el barro, emulando la trágica muerte del sargento Elias en Platoon.
¿Lo tienes? ¿sí? ¡Perfecto! Con estos consejos prácticos para una puesta en escena efectiva, ya no deberías volver a oír ronquidos nunca más cuando te toque dar una charla, hacer una exposición, o lo que se te ponga por delante.
La transmisión del conocimiento está falazmente asociada a unos patrones de seriedad y aburrimieeento que no le hacen ningún favor. Hacer del aprendizaje algo lúdico, activo e interesante NUNCA es un error.
¡Pruébalo!
Lo primero decirte que sigo tus blogs hace tiempo y me encantan.
En cuanto a este post, decirte que una de las cosas importantes tambien es escoger el cuándo: si ha habidl tres ponencias por delante de ti, si te toca a las 4 despues de que la gente haya comido…. aunque seas un gran comunicador, aumentan las posibilidades de que la gente no sea capaz de mantener la atencion.
De no poder escoger, poner videos cortos e ilustrativos y haz participar a la gente.
Y te toque cuando te toque, la gente aprende mas cuando se rie, saldran de la conferencia con conceptos que parecera increible que recuerden.
un saludo! Disfrutad del viaje!