Por mucho que tengas la noble intención de ir por la vida haciendo el bien y repartiendo amor, es prácticamente imposible que no acabes haciendo daño a alguien, probablemente a las personas que más quieres. Y a ti también te lo van a hacer. Al ser inevitable podemos planteárnoslo de dos maneras:
1. Si haga lo que haga va a pasar, pues que pase y punto.
2. Si no voy a poder evitar que pase, intentaré que cuando ocurra sea con el menor escarnio posible.
Es decir, que asumiendo que antes o después vamos a machacar y ser machacados, aún tenemos un pequeño margen de maniobra. A veces será tan fácil como dedicar unos segundos a hacer un ejercicio de empatía, morderse la lengua o estar dispuestos a dejar la discusión en tablas antes de llegar al atentado suicida. Pero en otras ocasiones la intensidad de nuestros sentimientos nos puede llevar a la aniquilación total del otro y ese es el extremo al que nunca deberíamos llegar.
A continuación ahondaré en esta manía tan fea de hacernos daño, pero centrándome en un modelo de relación equilibrada, entre iguales, en la que lo normal es vivir en paz aunque a veces vuelen los cuchillos. Para las relaciones que son mayoritariamente destructivas, la solución es otra.
De la bomba atómica a la tortura china
Cuando cedemos el control total a la ira u otras emociones negativas, podemos llegar a generar detonaciones incontroladas, de esas que habría que medir en megatones, con un poder devastador difícilmente recuperable. Corremos el peligro de crear puntos de no retorno en las relaciones con otras personas, que vayan reduciendo drásticamente nuestra posibilidad de seguir mirándonos sin rencores.
Pero no todas las formas de hacer daño son explosivas e instantáneas. Hay otros métodos más sutiles, pero igual de efectivos. Se puede hacer mucho daño eligiendo las palabras adecuadas, sin levantar la voz, sin mostrar ni un signo de alteración. Se puede hacer mucho daño incluso utilizando como vehículo la pasividad completa. Estas formas de actuar, sin embargo, suelen responder a una intencionalidad mucho más meditada.
El daño que podemos minimizar es aquel que realmente no queremos causar. Ese que dejamos caer descuidadamente cuando no nos ponemos en el lugar del otro, o el que se nos escapa por las costuras cuando algo nos las revienta (con o sin motivo justificado).
En este post me referiré a la primera de estas dos modalidades, la despistada, dejando la más violenta e inflamable para otra ocasión.
El caso del homicidio negligente
Negligencia (Del latín Negligentĭa): Descuido, falta de cuidado.
Esta modalidad de herir a otros seres humanos, la más común, es también la más fácil de evitar. Ocurre cuando no nos paramos a pensar en el efecto que nuestras palabras o nuestras acciones pueden tener sobre otra forma de vida inteligente. En ningún momento es nuestra intención ofender, molestar o entristecer al objeto de nuestra torpeza, pero eso no hace que el daño provocado sea menos real.
La forma de evitarlo es muy sencilla, como te he dicho: simplemente tienes que ejercitar tu empatía. Que sí, que la tienes, aunque nunca te la hayas visto. Pero es como uno de esos músculos que nunca trabajas hasta que te pones a hacer ejercicio y descubres que está ahí.
No es que el desarrollo de la empatía esté muy presente en el sistema educativo tal y como está montado, pero el primer paso es intuitivo y evidente: no hagas a otros lo que no querrías que te hicieran a ti.
Por ejemplo, si no te gusta que te griten, no me grites. Sin dejar de tener conciencia de que cada persona es diferente, lo que debes hacer es preguntarte, ¿cómo me sentiría yo si esto me sucediese a mí? ¿Qué pensaría si alguien me dijese lo que yo acabo de decir?
No me chilles que no te veo
Una vez dado este paso ya puedes dar el siguiente: no tener que usarte como rasero siempre que quieras analizar si un comportamiento puede resultar dañino. Me explico: cuando conoces a la persona con la que te relacionas, ya tienes información suficiente para saber qué cosas le afectan y de qué manera puedes evitarlas. Siguiendo con el ejemplo, puede que tú estés sordo perdido, con lo cual el hecho de que te griten demuestra cortesía hacia tu persona, pero si yo no lo estoy, percibiré tu grito como un ataque y, o bien me replegaré sobre mí misma, o bien sacaré los tanques a la calle.
Tú que me conoces, ya deberías saber que soy sensible al tono de voz en el que se me habla y que en este caso no te puedes usar como medida, puesto que somos diferentes. Esto ya es empatía nivel experto y cuanto más la ejercites, más fácil será que realices estos cálculos de forma inconsciente.
Obviamente, si yo soy muy tiquismiquis y muy maltomada y todo me hace daño, empezaremos a sospechar que el problema no es tu forma de hacer las cosas, sino que yo estoy por la labor de verlo todo como un ataque personal. En tal caso, es muy probable que la causa de nuestros conflictos no esté dando la cara y habrá que esforzarse por buscarla.
Para eso somos seres racionales y con buena voluntad, que quieren quererse y tener una relación sana: para explorar los límites y el origen de los problemas. Y no, no me vayas a decir que están siempre en mí, porque echar la culpa al otro, se mire por donde se mire, no es una solución.
Cómo blindarse contra la artillería negligente
Pero claro, esto es una cuestión de dos (o más). Como te he dicho, no arreglo nada echándote toda la culpa o acusándote de ser un pedrusco insensible incapaz de entender mi complejo juego de engranajes emocionales. También hay mucho margen de acción en el que recibe: ni soy un frontón que sólo puede devolver ni una esponja que sólo puede absorber. Soy un tejido vivo e inteligente que debe atajar una situación que puede acabar mal.
Por eso debo suponer que tu intención no ha sido dañarme y relativizar lo que acaba de ocurrir. Es decir, antes de responder al proyectil que acaba de dispararse, trataré de averiguar si ha sido un terrible error o hay francotiradores apostados apuntándome directamente con toda la intención.
Siempre y cuando confiemos en las buenas intenciones del otro y en que dañarnos no está entre sus hobbies favoritos, o que no le apetece comerse una bronca porque sí, deberíamos ser capaces de sobreponernos al aguijonazo inicial y no responder directamente con una coz. Si no presuponemos maldad en la otra persona, evitar que la sangre llegue al río debería ser tan fácil como expresar nuestro malestar. Si algo nos parece mal, tenemos que decirlo. Hay personas que aún no se han situado en el nivel empático experto y ayudarlas a conocernos y a saber dónde nos duele, será de gran utilidad a la hora de minimizar el daño.
Pero no vayas a ser tú ahora el homicida negligente. Piensa que si lo que te ha ofendido ha sido dicho por descuido y sin mala intención, si respondes de malos modos, a ojos de la otra persona tú eres quien lanza el primer ataque. Así que respira hondo, controla al Hulk que llevas dentro y asegúrate de que comprendo exactamente qué te ha disgustado y por qué.
Reconoce a tu auténtico enemigo y véncelo
Ahora piensa un momento y dime sinceramente… ¿Cuántas carnicerías habrías evitado si no te hubieras dejado llevar por el orgullo? ¿Si no hubieras decidido que, hecha la afrenta, es necesario limpiar tu honor?
¿Cuántas veces no dejaste rectificar a una persona que te había hecho daño sin darse cuenta porque ya no te valía que lo intentase arreglar?
Cuando un conflicto acaba de estallar y aún no es tarde para la vía diplomática, sin que haya derramamiento de sangre, asegúrate de que no te conviertes en el auténtico enemigo. No dejes que se apoderen de ti el orgullo, las ganas de dominar al otro, la sed de venganza, el ansia de poder… No hace falta que claves sobre una lanza la cabeza del que te ha agraviado.
No olvides que la persona que camina a tu lado es tu aliada y sólo podrá seguir siéndolo si la tratas como tal.
Y eso va por los dos.
Atinada reflexión.Me encanta tu forma de escribir, precisa a la vez que divertida.
Muchas gracias, Zalaka. Como ya te imaginaras, “me encanta tu forma de escribir” es lo más bonito que se le puede decir a una escritora 😀
¡Un abrazo y bienvenido a mis dominios!
¡Cuanta razón! Por orgullo ardió Troya y por orgullo estallan muchos conflictos. Deberíamos ser más asertivos, así evitaríamos acumular rencores, un grano no es nada, pero cien kilos pesan un huevo.
¡Un huevo de pterodáctilo!Esas batallas sí que son las más difíciles y, cuando las gana el orgullo, pierde todo el mundo.